El problema de la lealtad
Los seres humanos buscamos seguridad. Si hubiésemos obtenido la seguridad básica cuando fuimos bebes o niños pequeños, hoy no estaríamos tan necesitados de resguardo. Pero así han acontecido las cosas.
Es habitual que los individuos seamos -desde tiempos
remotos- leales a mamá. ¿Por qué? Porque dependíamos de mamá -aunque haya sido
violenta, alcohólica, depresiva, quejosa, desconectada o cruel-.
La lealtad opera del mismo modo en las relaciones personales
y en las relaciones colectivas. El peligro es que la lealtad no entra en
razones. La lealtad significa que vamos a estar del lado de ese individuo –o de
esa ideología, de esa moral o de esa empresa- pase lo que pase. Cualquier
pensamiento autónomo o distinto será considerado una traición.
La lealtad se organiza durante la primera infancia, pero
luego reproducimos la misma lógica en todos los vínculos afectivos. Tejemos las
amistades en base a alianzas, no en base a la solidaridad. Tendríamos que ser
mucho más maduros y conscientes de nosotros mismos para sostener amistades
apoyadas en la comprensión de nuestros estados emocionales y tratando de
funcionar como abogados del diablo de nuestros amigos. Sin embargo, no hacemos
eso: preferimos las alianzas para sentirnos seguros. Cuantos más nos juntamos
en un lado (porque nos gusta la misma banda de música, porque nos gustan las
morochas o porque compartimos el mismo deporte), más forjamos alianzas y
lealtades dentro del grupo. En cambio, la traición de esos acuerdos antiguos
será pagado con el destierro.
En las instancias colectivas sucede exactamente lo mismo. La
política suele apoyarse en un juego de lealtades y traiciones. De hecho, en la
medida que más personas provengamos de historias de inseguridad básica,
adheriremos con absoluta lealtad a falsos líderes, a una idea, un partido
político o a cualquier instancia que nos asegure la pertenencia.
El problema no es que nos guste una idea o una posición
política cualquiera. El problema es que actuamos por lealtad, es decir
prisioneros del miedo infantil de quedarnos sin un ámbito de seguridad. La
lealtad es un búnker estupendo. Hay aliados en el aquí adentro y enemigos en el
allí afuera. Sin embargo, trae consigo una gran dificultad y es que nos
enceguece. Lamentablemente la lealtad a ultranza suele ser una proyección de
esa necesidad pasada por responder milimétricamente a las necesidades de mamá
para ser queridos por ella.
La lealtad es un pacto de supervivencia falso. Nadie nos
dará el amparo emocional que precisamos. Insisto en que estos son malos
entendidos que mantenemos a lo largo de nuestras vidas y que enlazados con las
historias de muchos otros individuos tan desamparados como nosotros en busca de
resguardo, conformaremos ejércitos de soldados dispuestos a dar la vida por
quien nos prometa una mínima cuota de amor. Es obvio que, en el seno de pueblos
empobrecidos e inmaduros, los políticos utilizan los mismos mecanismos que
usamos las madres para tener a nuestros hijos a nuestros pies.
Si hay lealtad, no hay libertad. Si hay lealtad no hay
pensamiento autónomo ni creatividad.
Pensémoslo al revés: Si fuéramos un gobernante o una
corporación con poder real y con un grado de conciencia importante -es decir si
fuéramos maduros- no precisaríamos la lealtad de nadie. Porque el verdadero
poder no es tener sometidos a los demás satisfaciendo nuestros caprichos. El
poder es la capacidad de amar y de estar al servicio del otro, despojados de
nuestras necesidades infantiles.
Si nuestros gobernantes nos exigen lealtad es porque no son
confiables en el sentido que están buscando su propio confort en lugar de
derramar armonía y abundancia sobre los demás. Ninguna promesa será cumplida ya
que han percibido nuestra necesidad de sostener la ilusión de pertenencia
pagando el precio que haga falta. Cuando la lealtad está presente -tanto en un
vínculo personal como en una comunidad- podremos comprobar lo inmaduros,
maleables y manipulables que somos. ¿Cómo solucionarlo? No se trata de
abandonar el vínculo o la admiración o la pertenencia al lugar que sea, sino de
reconocer –en primer lugar- el vacío existencial del que provenimos, el
desorden emocional y la falta de referentes maternos coherentes.
Las revoluciones iniciadas con buenas intenciones han
fracasado a lo largo de la historia porque han sido organizadas en base a la
lealtad inamovible hacia los líderes. Esa lealtad nos quita todo atisbo de
libertad. Sin libertad, pensamiento autónomo ni criterio personal, no hay
revolución posible. No importa qué ideologías nos generen más empatía, el
problema no es la supuesta idea sino el funcionamiento colectivo basado en
miedos aterradores infantiles. De hecho, a lo largo de la historia los pueblos
hemos seguido a nuestros líderes hasta circunstancias absurdas, sangrientas,
salvajes e inhumanas sin osar apartarnos un ápice del territorio de lealtad. La
lealtad hace estragos porque es consecuencia del miedo.
¿Se puede vivir sin lealtad a algo o a alguien? ¿Acaso está
mal que tengamos ideas, gustos, opiniones o preferencias? En verdad la única
fidelidad debería organizarse en concordancia con el sí mismo auténtico, con el
yo soy. Si pudiésemos regresar a nuestro origen y estar en armonía con nuestro
ser esencial, podríamos ser fieles a nosotros mismos y desde esa verdad
accionar a favor del prójimo. Liberados del miedo. Fluyendo con el Todo.
Laura Gutman
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