Hijos perfectos, niños tristes: la presión de la exigencia
Los hijos perfectos no siempre saben sonreír, ni conocen el sonido de la felicidad: temen cometer errores y nunca alcanzan las elevadas expectativas que tienen sus padres.
Su educación no está basada en
la libertad ni en el reconocimiento, sino en la autoridad de una voz estricta y
demandante.
En la actualidad, la depresión
en adolescentes es un problema muy grave, y muchas veces radica en la exigencia
desmedida por parte de los padres. Resultando una posible falta de autoestima,
ansiedad y un elevado malestar emocional.
Algo que debemos tener en cuenta
es que esa exigencia en la infancia deja su huella irreversible en el cerebro
adulto: nunca nos vemos lo bastante competentes, ni somos lo bastante perfectos
en base a esos ideales que nos inculcaron. Es necesario romper ese vínculo
limitante que conspira con nuestra capacidad de ser felices.
Hijos perfectos: cuando la
cultura del esfuerzo se lleva al límite
Se habla muy a menudo de que
vivimos en una cultura que basa su educación en la falta de esfuerzo, en la
permisividad y en la poca resistencia a la frustración. Sin embargo, no es del
todo cierto: por lo general, y más en tiempos de crisis, los padres buscan la
“excelencia” en sus hijos.
Si el niño saca un 7 en
matemáticas se le presiona para alcanzar el 10. Sus tardes se llenan de clases
extraescolares y se limita sus instantes de ocio en busca de más competencias,
trayendo como resultado el estrés, el agotamiento y la indefensión.
La doctora Madeleine Levine en
su libro “The Price of Privilege“, explica cómo en nuestra necesidad como
padres de educar hijos perfectos y aptos para el futuro, lo que estamos
consiguiendo es criar niños “desconectados de la felicidad”.
Consecuencia de exigir demasiado
a los niños
Hay algo que debemos tener muy
en cuenta. Podemos educar a nuestros hijos en la cultura del esfuerzo, podemos
y les debemos exigir, no hay duda, pero todo tiene un límite. Esa barrera, que
debería ser infranqueable, es la de acompañar la exigencia con un incondicional
colchón afectivo.
De lo contrario, nuestros hijos
perfectos serán niños tristes que evidenciarán las siguientes dimensiones.
- Dependencia y pasividad: un niño acostumbrado a que se le diga qué debe hacer deja de decidir por sí mismo. Así, busca siempre la aprobación externa y pierde su espontaneidad, su libertad personal.
- Falta de emotividad: los hijos perfectos inhiben sus emociones para ajustarse a “lo que hay que hacer”, y todo ello, toda esa represión emocional trae graves consecuencias a corto y largo plazo.
- Baja autoestima: un niño o un adolescente acostumbrado a la exigencia externa, no tiene autonomía ni capacidad de decisión. Todo ello crea una autoimagen muy negativa.
- La frustración, el rencor y el malestar interior puede traducirse muy bien en instantes de agresividad.
- La ansiedad es otro factor característico de los niños educados en la exigencia: cualquier cambio o una nueva situación cursa con inseguridad personal y una alta ansiedad.
Padres exigentes frente a padres
comprensivos
La necesidad por educar “hijos
perfectos” es una forma sutil y directa de dar al mundo niños infelices. La
presión de la exigencia les va a acompañar siempre y aún más si basamos su
educación en la ausencia de refuerzos positivos y de afecto.
Queda claro que, como madres,
como padres, deseamos que nuestros hijos tengan éxito, pero por encima de todo
está su felicidad. Nadie desea que, en la adolescencia, desarrollen una
depresión o que sean tan “autoexigentes” con ellos mismos, que no sepan qué es
dejarse llevar, sonreír o permitirse cometer errores.
Características generales
Llegados a este punto es
necesario que sepamos diferenciar entre la educación basada en la exigencia más
estricta, de aquella crianza basada en la compresión y en la conexión emocional
con nuestros niños.
Los padres muy exigentes y críticos
suelen presentar una personalidad insegura que necesita tener bajo control cada
detalle, cada pormenor.
Los padres comprensivos
“empujan” a sus hijos hacia el logro permitiéndoles explorar cosas, sentir, y
descubrir. Hacen de guías y no colocan hilos a sus hijos para moverlos como
marionetas.
El padre exigente es autoritario
y lleva un estilo de vida que va siempre detrás del reloj. Marca normas y
decisiones para ahorrar tiempo a través del “porque yo sé qué es mejor para
ti”, o “porque soy tu madre/padre”.
Para concluir: educar es ejercer
la autoridad, pero con sentido común, es usar el afecto como antídoto y la
comunicación como estrategia.
Nuestros hijos no son “nuestros” son niños del mundo que deberán ser capaces de elegir por sí mismos, con derecho a equivocarse y aprender, con la obligación de llegar a la madurez libres de corazón y con sus propios sueños que cumplir.
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